Adiós, 2016
No tenía pensado escribirle una carta de despedida al 2016.
Como mucho, pensaba brindar a las doce de la noche con el mejor cava que tengo
para que se fuera lejos y no volviera. Los que me conocéis sabéis que ha sido
un año terrible. Ha sido malvado, decepcionante y cruel, como desnudarte ante
alguien y decirle que le quieres para que te responda con un "no bebas porque te
sienta mal", como empezar un libro y encontrarte con un defecto de impresión en
el mejor capítulo, como abrir un vino que has guardado con mimo y que esté
picado.
Me cuesta recordar los días que, durante este año, no me he
refugiado en una cama que parecía un precipicio con las lágrimas devorándome
las entrañas. He sufrido como nunca en mi vida. Es verdad que también ha habido
cosas buenas, o mejor dicho, personas maravillosas que me han masajeado los
pies cansados de no querer avanzar hacia adelante, que me han traído cerveza y
vino con los que brindar por mis sombras y por mis luces, que me han
improvisado poemas sobre los ojos color aceituna, que me han hecho reír cuando
no recordaba cómo se colocaban los labios, que me han improvisado canciones
alzando un diapasón como batuta disfrazada, que me han regalado alas para que
no me diera tanto miedo alzar el vuelo y que me han demostrado que, aun con
todas mis equivocaciones, me quieren por encima de lo que merezco. A esas
personas (ya sabéis quiénes sois), gracias. Sin vosotros, sin vosotras, no
hubiera sido posible. Sé que 2016 también se ha portado bastante mal con
vosotros y, creedme, le ajustaremos las cuentas. Os quiero muchísimo, aunque no
siempre os lo diga. Valgan estas palabras para recordároslo. Otra vez: os
quiero.
A ti, 2016, en cambio, solo quiero pedirte que te vayas bien
lejos y no vuelvas. Has sido un año terrible. No me has dado tregua. Te has
llevado a algunas de las personas que más quería, me has llenado de decepciones
y me has hecho morder la almohada de puro pánico. Pero, sobre todo, y eso no te
lo perdono, has manchado la palabra de mi abuelo, que siempre fue el hombre de
mi vida. Tú no lo sabes, pero cuando tenía seis o siete años mi abuelo me hizo
una promesa. Yo solía saltar de la cama cuando le oía ir al baño. Debían ser
las cuatro o las cinco de la madrugada y empezaba su día. Se asearía, se
prepararía el desayuno y se iría a su pequeño huerto andando los diez o doce
kilómetros que lo separaban de su casa. Cuando oía el agua de la ducha, yo iba
corriendo a la cocina y le escondía sus galletas para luego vendérselas a
cambio de un duro la unidad o en paquetes de oferta especial: seis galletas,
veinticinco pesetas. Yo no era muy generosa, pero él sí. Me compraba todas las que
podía aunque luego no se comiera ni la mitad. Después, le prometía regalarle
una si me llevaba con él al campo. Y allí íbamos los dos, con el sol aún
perezoso. El camino se convertía (él lo convertía para mí) en una aventura
llena de tesoros. La cabeza de una muñeca, un pendiente, un zapato
abandonado... Los íbamos recogiendo e inventándonos historias. A menudo, yo era
incapaz de aguantar aquella distancia a pie. De modo que aquel hombre
delgadito con una boina calada (que siempre me pareció la del cuadro del Che
que colgaba del despacho de mi madre), me cogía en brazos. Sin una sola queja,
sin un solo suspiro, sin dejar de cantarme "ojos verdes, verdes como el
trigo verde, y al verde, verde limón".
Cuando llegábamos a su pequeño huerto, solía sentarme en un
murete de ladrillo mientras él regaba, arrancaba malas hierbas o cosechaba las
cuatro patatas y los dos tomates que hubieran tenido a bien venir al mundo. Una mañana, decidí levantarme y preparar "comiditas"
para las hormigas que habitaban aquel huerto minúsculo de apenas veinte metros
cuadrados, que para mí era gigantesco como una hacienda de miles de hectáreas.
En algún momento resbalé y me corté en el muslo con un trozo de ladrillo afilado. Mi abuelo, asustado, me limpió
la herida, me curó como pudo, dejó de cuidar sus frutos y dedicó el resto del
día a cantarme y a intentar hacerme reír. Cuando por fin cedí, lo recuerdo como
si fuera ayer, me prometió que siempre tendría derecho a troncharme a
carcajadas aunque me doliera mucho, esa herida o cualquier otra. De aquel
día me quedó una cicatriz en el muslo y la certeza de que siempre sería feliz, aunque me equivocara en un movimiento y acabará añadiendo una cicatriz
a mi mirada. Aquel día creí a mi abuelo y, desde entonces, siempre he
intentado sonreír por fuera aunque tuviera una herida sin curar por dentro.
Pero este año me lo has puesto tan difícil, 2016, que no he podido cumplir
aquello que me prometió siempre aquel hombre. En muchos momentos, la sonrisa se me
ha perdido en una grieta de la pared y, por más que arañara con los dientes y
con las uñas, no pude recuperarla.
Nunca podré perdonarte que este año me hayas arrebatado a
tanta gente a la que quería con toda mi alma y que me hayas llenado las manos de decepciones. Pero, sobre todo, no podré
perdonarte nunca que hayas manchado la palabra que un día me dio mi abuelo
cuando consiguió que me riera a pesar de tener una herida de cuatro o cinco
centímetros en el muslo. Yo tenía seis o siete años y, desde entonces, mi
abuelo nunca me había mentido.
2016, esta noche abriré el mejor cava y brindaré para que te
vayas muy lejos y no vuelvas.
A todos, os deseo un feliz 2017. Nos lo hemos ganado.
Comentarios
Un abrazo enorme, querida amiga.
Silvia
Tendrás que reír mucho este año para compensar el pasado.