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Mujer que llora

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Mujer que llora, Pablo Picasso La primera vez que morí no debía de tener más de seis o siete añ os. Jugaba –estoy casi segura– con algún juguete de mi hermano y, de pronto, mi niñ ez se me congel ó en un lamento, hasta casi poder hacerse trizas con el menor golpe. Un ruido venía desde el bañ o as í que, sigilosa y con cuidado, me tumb é en el suelo, muy pegadita a la línea que la puerta dejaba entre aquel refugio y mi mirada indiscreta. Distinguí la silueta de mi madre, estaba sentada sobre el bidé. Aquellos ruidos empezaron a limpiarse y pronto pude distinguir su llanto. Se tapaba la cara con las manos, imagino que para no escucharse, para no verse y para no descubrirse totalmente aterrada y desnuda al borde de un acantilado. Me levant é con cuidado del suelo. Un trozo de mi yo niña se quedó para siempre tumbada junto a la rendija de luz que dejaba pasar aquella puerta hecha de la misma madera que había servido para alimentar ataúdes y gusanos. Mi yo adulta despertó