Regalos
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Mi abuelo, del que ya he dicho alguna vez que era dios en mis ojos de niña pequeña, me decía siempre que los mejores regalos no suelen costar dinero. Quizá me lo decía con el complejo del hombre pobre que fue siempre. Quizá buscaba una excusa que darme para no tener que competir con mi otra abuela, que era una señorona de clase alta y un olor nauseabundo a naftalina. Y, sin embargo, con el paso del tiempo, el dios que era mi abuelo, en los ojos de una niña pequeña, ha ido envejeciendo en el recuerdo como un hombre muy sabio, de pocos libros en la mesita de noche y mucha verdad en las palmas de sus manos arrugadas.
Es un tópico, pero me gusta mucho más el regalo que, de pronto y llevado por el impulso, me hace El Hombre al quedárseme mirando y vocearme un "pero qué condenadamente guapa eres" que el Jazz Life de William Claxton que me regaló estas navidades.
Y todo esto viene a que hoy me han vuelto a hacer un regalo precioso, de esos que se quedan tintineando en las entrañas, mareados entre las cosquillas y la ternura.
Es un tópico, pero me gusta mucho más el regalo que, de pronto y llevado por el impulso, me hace El Hombre al quedárseme mirando y vocearme un "pero qué condenadamente guapa eres" que el Jazz Life de William Claxton que me regaló estas navidades.
Y todo esto viene a que hoy me han vuelto a hacer un regalo precioso, de esos que se quedan tintineando en las entrañas, mareados entre las cosquillas y la ternura.
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Besos de oreja a oreja