Mingus, Cuernavaca
Ni tanto ni tan calvo, me repetía mi madre en forma de coletilla de la andaluza de adopción que era. Creo que lo que en realidad quería decirme era que fuera templada, que no llamara la atención. Y, desde entonces, mantengo una esquizofrenia mental entre mi carácter y mi temperamento, o entre mi esencia y mi forma.
Ni tanto ni tan calvo, que es un dicho muy sabio y muy conciso (pero también muy en desuso). Quizá debieran bordarlo en pan de oro (o a sangre y fuego) en las facultades de periodismo o, al menos, en las redacciones de las publicaciones culturales de nuestro país, que así nos luce el pelo (otro dicho menos andaluz y menos conciso).
Antiguamente (quizá muchos lectores no habían nacido ni siquiera) los críticos eran seres malvados que, como la propia palabra indica, “criticaban” las obras de los artistas. A veces se pasaban, claro, y conseguían que el debutante genio cayera en una depresión creativa. El crítico ponía a parir a los “impresionistas”, que pintaban con brochazos rápidos, ¿alguien lo recuerda?
En este país, que inventó la adulación como forma de vida y la hipocresía como pilar existencial, tenemos (sufrimos) unas críticas culturales que brillan por su ausencia misma. Los críticos han descubierto que mola mucho más hacer la pelota vilmente y, así, ser invitado a los preestrenos y canapés de los guruses de la pluma. Pero ya no usan pluma, ni estilográfica ni sexual. Abren word, abren google, abren el diccionario de sinónimos de la RAE y ponen maravilloso, soberbio y los repiten por todo el artículo. Es menos honesto, claro. Pero así pueden salir en la foto con los famosillos del momento.
Luego viene la consecuencia nefasta. La que escribe estudió periodismo porque se creyó las entrevistas de Quintero a los presos y las columnas de Alfonso Rojo desde sus guerras con lámparas que se agitaban entre cañonazos. La que escribe, que no aprende nunca hasta qué punto es capaz de corromperse el ser humano, sigue creyéndose que las críticas culturales son sinceras y decentes. Y así nos luce el pelo…
El sábado fui a ver Mingus, Cuernavaca. “La obra in del momento. La Obra de Teatro”. La última hora de vida del salvaje Mingus. “Un texto extremo, en forma de puñal, bañado con un soberbio cuarteto de jazz que acompaña al actor en todo momento”. (Entre comillas, frases extraídas de las exquisitas plumas de nuestro periodismo cultural). Pero lo que te encuentras, señores críticos, no es ni un texto magistralmente doloroso, ni filosofía escénica ni jazz soberbio. Te encuentras un libreto que es un tostón que no te cuenta nada y a un cuarteto que hacen un jazz más propio de “Luz de Luna” que del salvaje Mingus.
Te cabreas porque el planteamiento inicial de la obra es cojonudo. La última hora de vida de Mingus, joder. De Mingus nada más y nada menos, que no fue precisamente un don nadie ni un mediocre. Fue una bestia atada a un contrabajo, que alojó al diablo entre sus dedos mientras degollaba las cuerdas de su instrumento. Ahora, mientras escribo esto, le escucho. Pienso en el tostón del sábado. Una hora y media de frases_diarrea_mental que intentan parecer filosofía barata de borracho guay en un bar de Malasaña (“El amor es disonante”, “Qué terrible es morir cuando aún se tienen ganas de follar”… y muchas más joyitas que he decidido olvidar). Escucho a la bestia, en un cd pirata (sí, señor Teddy Bautista, me lo bajé del Emule) y pienso en las posibilidades de la obra. Pienso en recuerdos que se aparecen fantasmagóricamente al moribundo, pienso en confesiones a un dios en el que no se ha creído nunca, en recuerdos de su infancia atrapada en los acordes de Duke en la radio de sus padres. Pero como era una obra muy in, prescindieron de todo eso, fotocopiaron a una fotocopia absurda de Henry Miller y pusieron un atrezzo minimal con niños jugando a ser un cuarteto de jazz descafeinado.
Acudes otra vez a las críticas, por si acaso el astigmatismo te cambia las letras de sitio. Te acuerdas de los críticos malvados que hundían autoestimas por placer sádico y gratuito. Y, entonces, escuchando a la bestia, piensas en aquello que te repetía tu madre. Ni tanto ni tan calvo. Que a veces, decir que una obra es un coñazo no viene mal del todo.
Ni tanto ni tan calvo, que es un dicho muy sabio y muy conciso (pero también muy en desuso). Quizá debieran bordarlo en pan de oro (o a sangre y fuego) en las facultades de periodismo o, al menos, en las redacciones de las publicaciones culturales de nuestro país, que así nos luce el pelo (otro dicho menos andaluz y menos conciso).
Antiguamente (quizá muchos lectores no habían nacido ni siquiera) los críticos eran seres malvados que, como la propia palabra indica, “criticaban” las obras de los artistas. A veces se pasaban, claro, y conseguían que el debutante genio cayera en una depresión creativa. El crítico ponía a parir a los “impresionistas”, que pintaban con brochazos rápidos, ¿alguien lo recuerda?
En este país, que inventó la adulación como forma de vida y la hipocresía como pilar existencial, tenemos (sufrimos) unas críticas culturales que brillan por su ausencia misma. Los críticos han descubierto que mola mucho más hacer la pelota vilmente y, así, ser invitado a los preestrenos y canapés de los guruses de la pluma. Pero ya no usan pluma, ni estilográfica ni sexual. Abren word, abren google, abren el diccionario de sinónimos de la RAE y ponen maravilloso, soberbio y los repiten por todo el artículo. Es menos honesto, claro. Pero así pueden salir en la foto con los famosillos del momento.
Luego viene la consecuencia nefasta. La que escribe estudió periodismo porque se creyó las entrevistas de Quintero a los presos y las columnas de Alfonso Rojo desde sus guerras con lámparas que se agitaban entre cañonazos. La que escribe, que no aprende nunca hasta qué punto es capaz de corromperse el ser humano, sigue creyéndose que las críticas culturales son sinceras y decentes. Y así nos luce el pelo…
El sábado fui a ver Mingus, Cuernavaca. “La obra in del momento. La Obra de Teatro”. La última hora de vida del salvaje Mingus. “Un texto extremo, en forma de puñal, bañado con un soberbio cuarteto de jazz que acompaña al actor en todo momento”. (Entre comillas, frases extraídas de las exquisitas plumas de nuestro periodismo cultural). Pero lo que te encuentras, señores críticos, no es ni un texto magistralmente doloroso, ni filosofía escénica ni jazz soberbio. Te encuentras un libreto que es un tostón que no te cuenta nada y a un cuarteto que hacen un jazz más propio de “Luz de Luna” que del salvaje Mingus.
Te cabreas porque el planteamiento inicial de la obra es cojonudo. La última hora de vida de Mingus, joder. De Mingus nada más y nada menos, que no fue precisamente un don nadie ni un mediocre. Fue una bestia atada a un contrabajo, que alojó al diablo entre sus dedos mientras degollaba las cuerdas de su instrumento. Ahora, mientras escribo esto, le escucho. Pienso en el tostón del sábado. Una hora y media de frases_diarrea_mental que intentan parecer filosofía barata de borracho guay en un bar de Malasaña (“El amor es disonante”, “Qué terrible es morir cuando aún se tienen ganas de follar”… y muchas más joyitas que he decidido olvidar). Escucho a la bestia, en un cd pirata (sí, señor Teddy Bautista, me lo bajé del Emule) y pienso en las posibilidades de la obra. Pienso en recuerdos que se aparecen fantasmagóricamente al moribundo, pienso en confesiones a un dios en el que no se ha creído nunca, en recuerdos de su infancia atrapada en los acordes de Duke en la radio de sus padres. Pero como era una obra muy in, prescindieron de todo eso, fotocopiaron a una fotocopia absurda de Henry Miller y pusieron un atrezzo minimal con niños jugando a ser un cuarteto de jazz descafeinado.
Acudes otra vez a las críticas, por si acaso el astigmatismo te cambia las letras de sitio. Te acuerdas de los críticos malvados que hundían autoestimas por placer sádico y gratuito. Y, entonces, escuchando a la bestia, piensas en aquello que te repetía tu madre. Ni tanto ni tan calvo. Que a veces, decir que una obra es un coñazo no viene mal del todo.
Escuchando Money Jungle, de Duke Ellington, Max Roach y Charles Mingus.
Comentarios
Se te echaba de menos el regalarte besos y más besos.
besos
Nur, ya se te echaba de menos...
Con respecto a lo que me planteas, se salvaba Chete Lera y si me apuras hasta Carolina Solas (Mingus y esposa respectivamente), pero en el cuarteto, la batería la aporreaba Noha Schey (no Nirankar Khalsa, que otro gallo nos hubiera cantado). Junto a éste, Federico Lechner al piano, Víctor Merlo en el contrabajo y Jorge Pardo al saxofón (éste último me puso muy nerviosita, no hacía más que contonearse de perfil, imitando el prototipo cómico de músico de jazz y muy alejado de la realidad).
Por cierto, si a esto le sumamos que los actores usaban micrófono (que posiblemente sea la mayor corrupción y degradación del concepto de teatro) ahí tienes mi opinión al respecto.
Besotes, linda.
Nur: mi opinión es sólo una opinión más. Pero si dices que lo habías leído, aún reafirma más mi teoría de la mediocridad periodística de nuestros días. Ya ni constrastan los datos... Te aseguro que el chico de la batería era rubio con pelo liso y gafitas, y Nirankar es piel aceituna, pelo moreno y rizado y gorrito. No era él, créeme. Besos
Gracias por tu llamada de ayer.
Te quiero