Y, entonces, nada más existe
A ti también te ha pasado, lo sé. Si no, no habrías acabado en este blog.
Comentaba uno de mis blogueros favoritos, en un post genial, (post que le plagiaré para cualquiera de mis proyectos onanistas o literarios) que él no se fía de la gente a la que no le gusta la música. Yo tampoco. Y, por extensión, no confío en la gente a la que le gusta (o dice que le gusta) cierto tipo de música. No confío en los tontilocos que cambian de gustos a cada temporada, según van variando los número uno de los cuarenta.
Yo no podría vivir sin música. O, al menos, no podría sobrevivir sin ella. La vida no es, como dicen Coelho o Bucay (ambos deberían estar muertos), un paraíso para ser disfrutado. La vida tiene sus altibajos. Y aunque hay momentos en los que te sientes el puto centro y otros en los que te esconderías a dos metros bajo tierra, las más de las veces es tediosa, aburrida y temible. Por eso, la música es tan importante. Gracias a ella, me evado y se me dibujan carcajadas. También gracias a ella, tengo compañía cuando lo único que me apetece es tumbarme, beber, fumar y llorar. La música es capaz de hacerme viajar por todos los estadios. Me pone cachonda, me pone triste, me pone alegre, me pone ególatra. Me pone. Y como dice Manolo, en una mudanza, tú y yo somos de los que pondríamos el equipo a funcionar para hacer más ameno el ajetreo de cajas. ¿No es verdad?
Hoy vengo del concierto de clausura del Festival de Jazz de Móstoles. No es un gran festival, pero es una excusa para perderte en la música. Y eso, cuando menos, es de agradecer. Tocaba “Kenny Barron Trio”, con Francisco Mela en la batería y Kiyoshi Kitagawa en el contrabajo. Ver a Kenny Barron tiene algo de especial para una melómana como yo. Escuchar un piano que ha sonado junto a Stan Getz o Dizzy Gillespie es una sensación abrumadora, fantasmagórica y exquisita. De modo que, sin compañía alguna, me fui para la ciudad de las famosas empanadillas.
Lo de ir sola a un concierto tiene su punto y cada vez me gusta más. Lo malo es soportar a las señoronas y señorones que van sólo por hacer acto de presencia. Porque, claro, el jazz vende y hay que estar. Aunque sólo sea para que los demás sepan que estuviste en el acontecimiento cultural del año. El domingo que viene irán a un ciclo de cineastas grecochipriotas y, aunque se morirán de aburrimiento, podrán salir en la foto y decir a sus amigos “es que a mí me gusta mucho esto de la culturilla”. Y, si estuvieran calladitos, me daría igual. Pero es que he tenido la mala suerte de tener a una de estas chachipandis cincuentonas a mi lado. De modo que, tras un solo genial de Francisco Mela (que, nota al pie, es uno de los músicos más sexuales que he visto en mucho tiempo), yo me pongo a aplaudir con la sonrisa en la boca. Y una de las marujonas “amantes de la cultura” me manda callar. Menos mal que uno de los chachicamaradas de salón debía haber ido ya a algún concierto de jazz y le ha susurrado que es normal aplaudir en el jazz, aunque la pieza no haya terminado. Por lo demás, ha ido bien. Mucho más que eso. Durante las casi dos horas que ha durado el concierto, no me he acordado de que “El Hombre” y yo estamos pasando por un momento crítico en el que, probablemente, mandemos al carajo nuestros orgasmos compartidos y nuestras risas salvavidas. Tampoco me he acordado de que en mi trabajo hay demasiados patanes con el bastón de mando pegado con titanlux. Y, por supuesto, se me ha olvidado que tampoco este año podré estar en Vitoria (qué cartel tienen, cielo santo). Porque, cuando vas a un concierto como el de hoy, y hay tres tipos haciendo malabares con la magia, te engatusan y te hacen levitar… Entonces, nada más existe. Ni los problemas amorosos, ni los Coelhos, ni los Bucays, ni los jefes estúpidos, ni la puta madre que parió a los obreros de la M30 que, esta noche, tampoco me dejarán dormir.
Pero da igual. Han pasado casi tres horas desde que acabara el concierto y aún tengo ese sabor cojonudo de que nada más importa.
Comentaba uno de mis blogueros favoritos, en un post genial, (post que le plagiaré para cualquiera de mis proyectos onanistas o literarios) que él no se fía de la gente a la que no le gusta la música. Yo tampoco. Y, por extensión, no confío en la gente a la que le gusta (o dice que le gusta) cierto tipo de música. No confío en los tontilocos que cambian de gustos a cada temporada, según van variando los número uno de los cuarenta.
Yo no podría vivir sin música. O, al menos, no podría sobrevivir sin ella. La vida no es, como dicen Coelho o Bucay (ambos deberían estar muertos), un paraíso para ser disfrutado. La vida tiene sus altibajos. Y aunque hay momentos en los que te sientes el puto centro y otros en los que te esconderías a dos metros bajo tierra, las más de las veces es tediosa, aburrida y temible. Por eso, la música es tan importante. Gracias a ella, me evado y se me dibujan carcajadas. También gracias a ella, tengo compañía cuando lo único que me apetece es tumbarme, beber, fumar y llorar. La música es capaz de hacerme viajar por todos los estadios. Me pone cachonda, me pone triste, me pone alegre, me pone ególatra. Me pone. Y como dice Manolo, en una mudanza, tú y yo somos de los que pondríamos el equipo a funcionar para hacer más ameno el ajetreo de cajas. ¿No es verdad?
Hoy vengo del concierto de clausura del Festival de Jazz de Móstoles. No es un gran festival, pero es una excusa para perderte en la música. Y eso, cuando menos, es de agradecer. Tocaba “Kenny Barron Trio”, con Francisco Mela en la batería y Kiyoshi Kitagawa en el contrabajo. Ver a Kenny Barron tiene algo de especial para una melómana como yo. Escuchar un piano que ha sonado junto a Stan Getz o Dizzy Gillespie es una sensación abrumadora, fantasmagórica y exquisita. De modo que, sin compañía alguna, me fui para la ciudad de las famosas empanadillas.
Lo de ir sola a un concierto tiene su punto y cada vez me gusta más. Lo malo es soportar a las señoronas y señorones que van sólo por hacer acto de presencia. Porque, claro, el jazz vende y hay que estar. Aunque sólo sea para que los demás sepan que estuviste en el acontecimiento cultural del año. El domingo que viene irán a un ciclo de cineastas grecochipriotas y, aunque se morirán de aburrimiento, podrán salir en la foto y decir a sus amigos “es que a mí me gusta mucho esto de la culturilla”. Y, si estuvieran calladitos, me daría igual. Pero es que he tenido la mala suerte de tener a una de estas chachipandis cincuentonas a mi lado. De modo que, tras un solo genial de Francisco Mela (que, nota al pie, es uno de los músicos más sexuales que he visto en mucho tiempo), yo me pongo a aplaudir con la sonrisa en la boca. Y una de las marujonas “amantes de la cultura” me manda callar. Menos mal que uno de los chachicamaradas de salón debía haber ido ya a algún concierto de jazz y le ha susurrado que es normal aplaudir en el jazz, aunque la pieza no haya terminado. Por lo demás, ha ido bien. Mucho más que eso. Durante las casi dos horas que ha durado el concierto, no me he acordado de que “El Hombre” y yo estamos pasando por un momento crítico en el que, probablemente, mandemos al carajo nuestros orgasmos compartidos y nuestras risas salvavidas. Tampoco me he acordado de que en mi trabajo hay demasiados patanes con el bastón de mando pegado con titanlux. Y, por supuesto, se me ha olvidado que tampoco este año podré estar en Vitoria (qué cartel tienen, cielo santo). Porque, cuando vas a un concierto como el de hoy, y hay tres tipos haciendo malabares con la magia, te engatusan y te hacen levitar… Entonces, nada más existe. Ni los problemas amorosos, ni los Coelhos, ni los Bucays, ni los jefes estúpidos, ni la puta madre que parió a los obreros de la M30 que, esta noche, tampoco me dejarán dormir.
Pero da igual. Han pasado casi tres horas desde que acabara el concierto y aún tengo ese sabor cojonudo de que nada más importa.
Comentarios
Escápate un fin de semana a Vitoria, que está aquí al lado.
Besos
Besos, nada más.
PD: ahora busca Ruby my dear,también de Monk.
Como tú dices, pensamos que todos participan de nuestras filias y nuestras fobias, y nos frustramos cuando vemos que no es así. Mi padre decía aquella cosa de "quiere a los demás como son y no como tú quieres que sean"; debe ser que tengo el concepto de "los demás" algo dislocado.Así que me paso la vida poniendo la sonrisa de tonta en muchas conversaciones, porque a estas alturas, cuando ya paso de hablar de música (cuando de adolescente no conocía "la verdad" kerouacquiana, decía que me gustaba Alaska porque su música tenía colores)de teatro incluso de ideas políticas (que también tiene cojones lo mío)de falsas fidelidades, y no se que montón de cosas más, porque soy una "radical de las narices", mi grupo de "los demás" se ve reducido sustancialmente. Creo que soy una auténtica sociópata reincidente.
PD:disculpa por el rollo; te sigo envidiando.
Yo, mi querida Norma, no sabría vivir sin música, así que vendré por aquí a menudo, a buscar buena música, y mejor conversación.
Saludos escandinavos
Tengo un blog de jazz por si te animas a visitar: http://simplementejazz.blogspot.com/
Felicitaciones por tu trabajo, excelente lectura
Alex W. Levine.-
Si yo fuera propietario de un local de música en directo tendría a un tipo con un bate de beisbol machacando las rótulas de los que incordian en la sala... tal cual.
Ya se que soy un poco bruto, y perdona por la violencia del comentario, pero es que me sacan de mis casillas...
Besitos
C/Arribas,(frente a catedral) Valladolid.
Con sombra azul sobre los ojos...